El astrónomo que miraba el interior de los árboles

A.E. Douglass muestra el corte original de una secuoya a un visitante. Crédito: Arizona State Museum

A muchos el nombre de Andrew Ellicott Douglass no les resultará familiar. Pero quizá sí hayan visto su rostro, incluso sin saberlo. En su imagen más conocida, Douglass aparece de pie ante una sección de tronco de árbol que le dobla en altura y en la que unos carteles señalan cuál era el grosor de aquella secuoya gigante en ciertas épocas históricas. La gran contribución de Douglass a la ciencia, la datación de los árboles por los anillos de crecimiento de su tronco, es hoy enormemente conocida; pero no tanto el hecho de que las aplicaciones de estos estudios exceden la curiosidad botánica, para servir como registros del paleoclima y como calendarios que en su día permitieron fechar los principales yacimientos arqueológicos de Estados Unidos. Y todo ello a pesar de que, en realidad, Douglass perseguía algo muy diferente que jamás llegó a demostrar.

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Andrew Ellicott Douglass (1867-1962) nació en Windsor (Vermont, EE. UU.), en una prominente familia ligada al clero y la academia. Heredó su nombre (y la pasión por la astronomía) de su bisabuelo, quien había registrado por primera vez una lluvia de estrellas fugaces en Norteamérica. Con sus estudios en astronomía, geología y física, Douglass ingresó en el Observatorio de Harvard como ayudante, un empleo que le llevó de expedición a Perú y de gira por Europa. En 1894, el acaudalado astrónomo aficionado Percival Lowell le contrató con el fin de seleccionar un emplazamiento en Arizona donde situar un telescopio para observar Marte. Douglass se trasladó a lo que entonces era el Far West y eligió la localidad de Flagstaff. Allí se erigió el Observatorio Lowell, que ha perdurado hasta hoy.

La trayectoria de Douglass como segundo de Lowell terminó bruscamente a causa de la obsesión de este por demostrar la existencia de una civilización marciana. Lowell se empecinaba en ver canales artificiales en Marte, algo que ni Douglass ni el resto de la comunidad científica apoyaban. El conflicto entre ambos terminó con el despido de Douglass en 1901. Según Donald J. McGraw, biólogo e historiador de la ciencia que ha escrito extensamente sobre el trabajo de Douglass, fue entre este momento y su traslado a la Universidad de Arizona, en Tucson, en 1906 cuando el astrónomo comenzó a interesarse por la datación de los anillos de crecimiento de los árboles.

La naturaleza anual de los anillos aparece por primera vez en los escritos de Leonardo da Vinci, quien reconoció que su grosor dependía de las condiciones de humedad. En los siglos XVIII y XIX, otros científicos avanzaron en el estudio de los anillos y su relación con el clima, comenzando a cruzar fechas para efectuar dataciones. Por su parte, Douglass consolidaba su carrera como astrónomo en Tucson, fundando en 1916 el Observatorio Steward en un terreno de la Universidad donde anteriormente se ubicaba una granja de avestruces.

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A.E. Douglass nunca logró encontrar rastros del ciclo solar en los anillos de los árboles. Crédito: Arnoldius

El acercamiento de Douglass a los anillos de los árboles tenía un propósito meramente instrumental. El astrónomo estaba, en palabras de McGraw, “consumido por una pasión”: demostrar la influencia de los ciclos solares en el clima terrestre. “Como astrónomo, su interés primario era la actividad solar”, señala McGraw a OpenMind. “Creía que el ciclo de manchas solares de 11 años podía encontrarse en la historia del clima en los anillos de los árboles”. Esto le llevaría a “crear por cuenta propia la entonces nueva ciencia de la dendrocronología”, prosigue McGraw, y a fundar en 1937 el Laboratorio de Investigación en Anillos de Árboles de la Universidad de Arizona, el primero de su especialidad.

Así, Douglass se convirtió en la principal autoridad en el estudio de los anillos, gracias sobre todo a los cortes de las milenarias secuoyas gigantes. Su trabajo y sus primeras publicaciones llegaron al conocimiento de los arqueólogos del Museo de Historia Natural de EE. UU., que solicitaron su ayuda para datar las ruinas de los antiguos asentamientos anasazis en el suroeste del país a través de las vigas de madera empleadas por los nativos en sus construcciones.

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El astrónomo comenzó a trabajar en esta línea en 1916, pero durante años solo fue factible asignar a las vigas cronologías “flotantes”; es decir, relacionadas unas con otras, aunque sin posibilidad de fijarlas en el calendario, ya que existía una brecha temporal entre estas y las dataciones absolutas obtenidas en Flagstaff. Por fin, el 22 de junio de 1929, el análisis de una viga denominada HH-39, recogida en Showlow (Arizona), permitió por fin solapar ambas cronologías y fechar las ruinas anasazis. En diciembre de 1929, Douglass escribía en la revista National Geographic que la viga HH-39 estaba destinada a ocupar un lugar en la arqueología americana “comparable a la piedra Rosetta de Egipto”. Y así fue; hoy la dendrocronología se emplea en todo el mundo para labores de datación, así como para reconstruir el clima del pasado y entender el actual.

Douglass falleció a los 94 años sin ver cumplido su sueño de demostrar la huella de los ciclos solares en los anillos de los árboles. “Nunca fue capaz de probarlo, ni lo ha hecho nadie”, apunta McGraw. “Pero algunos estudios sugieren, aunque es una conjetura, un posible ciclo de 22 años en los anillos, el doble del ciclo de las manchas solares. Su significado, si es que es real, es confuso”. Aun así, para McGraw Douglass siempre será, como las secuoyas que estudió, un “gigante imperecedero”.

Javier Yanes para Ventana al Conocimiento

Fuente: bbva open mind

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