El mágico ciclo del carbono

Uno de los elementos esenciales en la conformación del universo es el carbono, de hecho es el cuarto elemento más abundante en el cosmos, y como tal, ha estado presente en nuestro planeta desde su formación. El carbono es uno de los elementos fundamentales para la vida. Si excluimos el agua, los tejidos de todos los seres vivos están conformados en más de un cincuenta por ciento por moléculas de carbono.

Una de las leyes básicas de la física (Primer Principio de la Termodinámica) reza que ni la materia ni la energía se destruyen, sólo se transforman. Al ser la Tierra un sistema cerrado, toda la materia (orgánica e inorgánica) que existe en nuestro planeta es, básicamente, la misma que existía hace 3.500 millones de años cuando se inició la vida en nuestro pequeño y azulado hogar cósmico.

Uno de los elementos esenciales en la conformación del universo es el carbono, de hecho es el cuarto elemento más abundante en el cosmos, y como tal, ha estado presente en nuestro planeta desde su formación. El carbono es uno de los elementos fundamentales para la vida. Si excluimos el agua, los tejidos de todos los seres vivos están conformados en más de un cincuenta por ciento por moléculas de carbono.

Las plantas, a través de la fotosíntesis, son los únicos seres vivos que tienen la extraordinaria capacidad de tomar el carbono que existe en la atmósfera, combinándolo con el agua, y la luz proveniente del sol, para transformarlo en materia orgánica (celulosa, azúcares y almidones). Esta materia orgánica va a constituir la base de todas las cadenas alimenticias que sustentan la vida en la tierra. Este es el milagrosos principio de absolutamente todas las cadenas tróficas de nuestro planeta, el origen del ciclo del carbono y la base de todo lo vivo. Mediante una cadena de maravillosas reacciones se transforma lo inerte, lo químico, la luz, el dióxido de carbono en….¡vida!

Los átomos de carbono que las plantas toman del aire para realizar la fotosíntesis se hacen parte de todas y cada una de sus moléculas orgánicas, y al ser estas ingeridas por un herbívoro (incluyendo por supuesto al ser humano) se hacen parte a su vez de ese otro ser vivo. Si este consumidor primario sirve de alimento a un depredador, o incluso a un carroñero, sus moléculas de carbono son incorporadas a los tejidos de estos últimos, pero como los tejidos de todos los seres vivos se están oxidando y reciclando en forma constante, regresando incesantemente al medio que nos rodea, siendo sustituidas por nuevas moléculas de carbono provenientes de los procesos biológicos de otros seres vivos, tenemos entonces que las moléculas de cada ser vivo fueron en otro momento parte de otros seres vivos. Las moléculas de los cuerpos de cada ser humano que existe hoy integraron, en otro tiempo, los cuerpos de dinosaurios y gigantescos cedros del Líbano, de soberbios tigres de Bengala y de humildes bacterias microscópicas, de delicadas mariposas monarca y de colosales ballenas azules. Las moléculas que conforman nuestros tejidos un día formaron parte de las manos con que Juan el Bautista derramó agua sobre la cabeza del Cristo; fueron parte del cuerpo del caballo del profeta Mahoma y de la higuera que cobijó a Shidartha cuando este transitaba el camino hacia la paz perfecta del nirvana. Bien sabía de lo que hablaba Jesucristo cuando tomando pan (carbohidratos) y vino (azúcares fermentados) dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”.

Los átomos que conforman nuestros cuerpos en algún momento volaron sobre las cumbres nevadas de los Andes y los Himalayas, habitaron los oscuros y frios abismos del fondo de los océanos y fueron parte y todo del inmenso mar de vida que es la Amazonia.

Algunas de nuestras moléculas orgánicas estuvieron, durante millones de años, sepultadas en capas geológicas en forma de petróleo y carbón; cuando estos hidrocarburos fueron extraídos y quemados fueron respirados por plantas quienes las convirtieron en azúcares y almidones, mismos que ingerimos en nuestros cotidianos desayunos y que volvimos parte de nosotros al digerirlos. Ya el viejo Walt Whitman lo entendió mucho antes que cualquier científico cuando en su monumental poema Hojas de Hierba dijo: “Me canto y me celebro, y me celebro y me canto, y si me canto y me celebro, es porque te celebro y te canto, porque cada átomo que te pertenece me pertenece, porque tu y yo somos la misma cosa”.

Nuestro cuerpo está hecho de polvo de estrellas. Al principio de los tiempos, en los hornos estelares, las cenizas del hidrógeno proveniente de la gran explosión primigenia se convirtieron en los primeros átomos de carbono, mismos que posteriormente darían origen a la vida en la Tierra. De las estrellas venimos y a ellas algún día, cuando nuestro sol convertido en un gigante rojo queme a la Tierra, deberemos regresar. Así lo visualizó con su sensibilidad de místico y poeta el Padre Ernesto Cardenal cuando en su cántico cósmico dijo:

¿Qué hay en una estrella?

Nosotros mismos.

Todos los elementos de nuestro cuerpo y del planeta

Estuvieron en las entrañas de una estrella.

¡Somos polvo de estrellas!

El famoso astrofísico Neil de Grasse también lo ha expresado con hermosas palabras: “Muchos, al mirar las estrellas, se sienten diminutos porque el universo es inmenso. Yo me siento enorme porque todos los átomos que me forman vinieron de esas estrellas”.

En cada ser que habita en la tierra late el alfa y omega de la vida; cada planta, cada animal, cada bacteria es principio y fin, la parte y el todo de la maravillosa y mágica trama de la vida.

Cuando defendemos las otras formas de vida que existen en la Tierra estamos defendiendo lo que ayer fuimos y mañana seremos. La vida es una sola, ella fluye y palpita, nace y se consume para de nuevo renacer en una trama eterna y sagrada de la que el ser humano es apenas una parte y sobre la que no tenemos derecho alguno a alterar o destruir.

Fuente: Ecoportal.net

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